El Salvador es una belleza trágica, con una cantidad de
personas o cosas agolpadas, que con los sismos geológicos todo lo destruye.
Siendo una faja estrecha de costa, barrida por el mar en una tempestad fuerte
del Pacífico, sus características no son propias de la costa, sino la que a la montaña
definen de frente y de perfil. Todo se halla cultivado, de punta a punta del
país y por dondequiera se contemplan cumbres volcánicas, tan altas como el
cielo. En las zonas bajas, se ven
colinas azules, que se yerguen en puntas de pie para mirar por encima del
hombro a los sembrados. Por dondequiera rumorean lagos, ríos y arroyos, que
como enloquecidos y aquietados, por entre barrancas cortadas a pico, o por
entre frescas ensenadas, para reunirse en las claras barras de los ríos mayores
o en los azules remolinos del océano. Las gentes ensimismadas y como
anochecidas en las canciones tristes, permanecen en sus casas tan pobres,
bajando al pueblo solo en días de mercado. Trabajan la tierra de sol a sol, y
desconfían de los políticos como de sus peores verdugos.
Más que hombre político, el salvadoreño, es hombre económico.
La mujer madura en su responsabilidad, trabaja más que el hombre. Unos y otras
viven de puertas para adentro, en apretada vida de familia, casi pudiéramos
decir en haz de clanes. Profundamente individualistas, su orgullo estriba en
ser las artífices de su propio trabajo. Temperamentos místicos e introvertidos,
viven para adentro, desdeñando las exterioridades burocráticas. Se aíslan en sus propios grupos,
o en sus reducidas casitas en el campo, dispersas por dondequiera, en las
laderas, sobre las salientes más escarpadas y hasta en las cumbres volcánicas,
casitas con rosales, generalmente con penumbrosos corredores, adornadas con
papeles de tono brillante, estampas de santos, macetas de geranios o claveles y
grupos familiares. Hasta en San Salvador se nota esta propensión a diseminarse
por los cerros, a aislarse una vez terminado el trabajo, calando el propio
inconformismo, a la manera de los mineros; viven para y en el trasmundo auscultándose
de continuo la soterrada inquietud, hasta habituarse al silencio y a los
coloquios con largas pausas, como si fuesen rumiando las palabras.
Difícil le es al salvadoreño salir de la sombra a la luz.
Cuando sale lo hace tatuado de desconfianzas, de reservas mentales, con la
soledad puesta en agua cargada de sal, Impermeable al trato con los demás, sin
que esto signifique negativa a las prácticas cordiales, practica la buena
acogida por condición de alma, y por el orgullo de que las gentes de fuera lleven
excelente impresión de su tierra. De corazón generoso y mano abierta, su
actitud es la propia del hombre cuya raíz descansa en tierra geológicamente
sometida al martirio, hundida y lacerada por sismos e inundaciones, sintiendo
cada vez más en lo hondo, los pavorosos estremecimientos de las rocas heridas.
Cuando el salvadoreño se decide a salir del pozo de su alma,
del pozo tremendo de su ser que pugna por expresarse, lo hace con una honradez
sostenida por barro y cañas, aun cuando socavado quién sabe por qué azares, en
sus diálogos con reservas, casi diríamos soliloquios compartidos, parece que le
cuesta encontrar los términos adecuados, y los encuentra al fin con una pauta
de cansancio y un dejo de escepticismo.
Es el salvadoreño un hombre subterráneo. Para llegar a él,
hay que bajar a lo invisible. En buena parte práctica deportivamente el
alcoholismo, porque el alcohol lo libera de lo que lleva dentro, de lo que es
la sustancia misma de su drama. En el fondo, lo mismo le da el trabajo que la
muerte. El, se siente un desesperado que agoniza, aun cuando no lo consideran
así los sociólogos y revolucionarios de superficialidad zoológica.
Prefiere el salvadoreño una muerte apasionada y leal a una
vida de acomodamiento y deslealtad.
De ahí que sus canciones, las raras veces que canta, sean
canciones de nostalgia. Su espíritu lo recata a la impudicia de los cuatro
puntos cardinales, y su misterio, su vivir considerado como una realidad
absoluta, se lo entrega, con un encogimiento de hombros, a los coyotes hambrientos
de reputaciones.
Sabe del alma humana, porque se ha identificado íntimamente
con la realidad a su alrededor, con el silencio y porque prefiere los animales
a los hombres.
En su desvalimiento cursa la validez y sufre la desventura de
ser hombre de expresiones mutiladas, hombre al que niegan políticos y sociólogos,
pasto de los comedores de carroña de la prensa, víctima de agitadores
profesionales, atacado desde niño por la dura ley del trabajo, perseguido desde
que su madre era grávida por la emoción y la tentativa de explorar el misterio,
que lo acompañan como una cicatriz.
Ser que, a través del mutismo y del silencio, va tacteando en
busca de su expresión eso y no otra cosa es el salvadoreño. Aún en el caso en
que, bajo el punto de un régimen dictatorial, parezca doblegarse, no se rompe.
Su silencio nunca es conforme, sino máscara de la fatalidad histórica, máscara
que encubre su explotar atento, apasionado, de su universo interior. Hombre
frugal, aun cuando se evada por intermitentes explosiones dionisiacas, no envidia las
riquezas que se acumulan en torno a él. Su pobreza, su ensimismamiento, le
endurecen, le disciplinan. Su vida es combate y vencimiento. Tiene la tierra de
su alma y espera en la confianza de que día llegará en que tenga la tierra de
su trabajo. No se la quitarán! Para cuando llegue ese momento se ha puesto a
madurar en su interior. Su resistencia tiene mucho de semejante a la ley de la
inercia. La patria de cañas y barro, la patria material de costa brava y café
maduro, la patria de los cerros con maíz blanco y mazorcas de maicillo, la va
fertilizando con sudor y sangre, la ablanda en el duro combate con las materias
volcánicas, y en un silencio que es biombo de su disconformismo tenaz, la forja
en el infortunio, porque sabe que el infortunio a su vez, acabará
convirtiéndose en la conquista de su fortuna.
El reflujo del salvadoreño es el del hombre invisible: el
reflujo que va de fuera adentro. Por un admirable poder reaccional, cuando se
le tiene por más acallado, cuando se le considera que permite, es cuando se
reanima, cuando eruptivamente surge de los fondos más obscuros de la masa
soñolienta que se va alterando día a día, en el fermentarlo de su
disconformidad sometida a grandes presiones, en el respaldo nunca apagado, que
en vez de morir se alimenta en la prohibición y la derrota. Si ahora vive sus
tiempos de pobreza, mientras de él se nutre el enriquecimiento de una treintena
de familias, que entre sí procuran darse el jaque de la política, es la
emulación y la cólera lo que mantiene la energía moral del pueblo. Y ese
pueblo, que suscribe un finalismo un tanto cándido, subraya la necesidad
histórica de bastarse a sí mismo, de forjarse y pulirse la paciencia, incubando
la pasión y madurando la desesperanza.
El hombre salvadoreño ha sufrido tanto con los contactos
foráneos, se encuentra tan empeñado en un combate con la naturaleza y tan
obligado a irlo creando todo, que por instinto ha acabado convirtiéndose en un
hombre de orden; de orden en la naturaleza, no de orden en el Estado, a cuyas
actividades vuelve la espalda con un encogimiento de hombre desdeñoso. Siente
que vive, de modo casi exclusivo, para el trabajo, y en el trabajo se aísla de
manera patética. Sus vínculos, más que con las otras gentes, los tiene para con
la tierra. Enraizado al paisaje, su emotividad reacciona seria y
dramáticamente, porque el espectáculo de las cosas es igualmente serio y
dramático. Así lo ven labrando las sacudidas volcánicas.
El salvadoreño va debatiéndose con su dintorno físico en una
doble imagen: esa tierra de fondo pugnal y el fuego subterráneo se extiende
limitada ante él, y su presencia
protagónica le impele hacia la voluntad de dominio o hacia el complejo
de aniquilamiento en la dramática y constante proyección de su vida.
Miren, pues, como la
historia de este pueblo, en lucha con los volcanes, constituye la
historia progresista de un debate en que el hombre, librado a las fuerzas de la
naturaleza, va, poco a poco, labrando su conciencia y se vuelve a la tierra en
un apuro raigal y se
refugia en la soledad y el silencio, porque las palabras no le sirven de medida
y va obteniendo una cierta índole plástica y fervorosa del ser, por cuyo medio,
superando el complejo dramatismo de las partes de su contorno , se va
elevando, jadeante, a una unidad obtenida por las pasiones del alma, el
sentimiento de la sangre y la expresividad del conocimiento propio.