lunes, 19 de septiembre de 2016

El hombre salvadoreño


El Salvador es una belleza trágica, con una cantidad de personas o cosas agolpadas, que con los sismos geológicos todo lo destruye. Siendo una faja estrecha de costa, barrida por el mar en una tempestad fuerte del Pacífico, sus características no son propias de la costa, sino la que a la montaña definen de frente y de perfil. Todo se halla cultivado, de punta a punta del país y por dondequiera se contemplan cumbres volcánicas, tan altas como el cielo.  En las zonas bajas, se ven colinas azules, que se yerguen en puntas de pie para mirar por encima del hombro a los sembrados. Por dondequiera rumorean lagos, ríos y arroyos, que como enloquecidos y aquietados, por entre barrancas cortadas a pico, o por entre frescas ensenadas, para reunirse en las claras barras de los ríos mayores o en los azules remolinos del océano. Las gentes ensimismadas y como anochecidas en las canciones tristes, permanecen en sus casas tan pobres, bajando al pueblo solo en días de mercado. Trabajan la tierra de sol a sol, y desconfían de los políticos como de sus peores verdugos.

Más que hombre político, el salvadoreño, es hombre económico. La mujer madura en su responsabilidad, trabaja más que el hombre. Unos y otras viven de puertas para adentro, en apretada vida de familia, casi pudiéramos decir en haz de clanes. Profundamente individualistas, su orgullo estriba en ser las artífices de su propio trabajo. Temperamentos místicos e introvertidos, viven para adentro, desdeñando las exterioridades  burocráticas. Se aíslan en sus propios grupos, o en sus reducidas casitas en el campo, dispersas por dondequiera, en las laderas, sobre las salientes más escarpadas y hasta en las cumbres volcánicas, casitas con rosales, generalmente con penumbrosos corredores, adornadas con papeles de tono brillante, estampas de santos, macetas de geranios o claveles y grupos familiares. Hasta en San Salvador se nota esta propensión a diseminarse por los cerros, a aislarse una vez terminado el trabajo, calando el propio inconformismo, a la manera de los mineros; viven para y en el trasmundo  auscultándose  de continuo la soterrada inquietud, hasta habituarse al silencio y a los coloquios con largas pausas, como si fuesen rumiando las palabras.

Difícil le es al salvadoreño salir de la sombra a la luz. Cuando sale lo hace tatuado de desconfianzas, de reservas mentales, con la soledad puesta en agua cargada de sal, Impermeable al trato con los demás, sin que esto signifique negativa a las prácticas cordiales, practica la buena acogida por condición de alma, y por el orgullo de que las gentes de fuera lleven excelente impresión de su tierra. De corazón generoso y mano abierta, su actitud es la propia del hombre cuya raíz descansa en tierra geológicamente sometida al martirio, hundida y lacerada por sismos e inundaciones, sintiendo cada vez más en lo hondo, los pavorosos estremecimientos de las rocas heridas.

Cuando el salvadoreño se decide a salir del pozo de su alma, del pozo tremendo de su ser que pugna por expresarse, lo hace con una honradez sostenida por barro y cañas, aun cuando socavado quién sabe por qué azares, en sus diálogos con reservas, casi diríamos soliloquios compartidos, parece que le cuesta encontrar los términos adecuados, y los encuentra al fin con una pauta de cansancio y un dejo de escepticismo. 

Es el salvadoreño un hombre subterráneo. Para llegar a él, hay que bajar a lo invisible. En buena parte práctica deportivamente el alcoholismo, porque el alcohol lo libera de lo que lleva dentro, de lo que es la sustancia misma de su drama. En el fondo, lo mismo le da el trabajo que la muerte. El, se siente un desesperado que agoniza, aun cuando no lo consideran así los sociólogos y revolucionarios de superficialidad zoológica.

Prefiere el salvadoreño una muerte apasionada y leal a una vida de acomodamiento y deslealtad.

De ahí que sus canciones, las raras veces que canta, sean canciones de nostalgia. Su espíritu lo recata a la impudicia de los cuatro puntos cardinales, y su misterio, su vivir considerado como una realidad absoluta, se lo entrega, con un encogimiento de hombros, a los coyotes hambrientos de reputaciones.

Sabe del alma humana, porque se ha identificado íntimamente con la realidad a su alrededor, con el silencio y porque prefiere los animales a los hombres.

En su desvalimiento cursa la validez y sufre la desventura de ser hombre de expresiones mutiladas, hombre al que niegan políticos y sociólogos, pasto de los comedores de carroña de la prensa, víctima de agitadores profesionales, atacado desde niño por la dura ley del trabajo, perseguido desde que su madre era grávida por la emoción y la tentativa de explorar el misterio, que lo acompañan como una cicatriz.

Ser que, a través del mutismo y del silencio, va tacteando en busca de su expresión eso y no otra cosa es el salvadoreño. Aún en el caso en que, bajo el punto de un régimen dictatorial, parezca doblegarse, no se rompe. Su silencio nunca es conforme, sino máscara de la fatalidad histórica, máscara que encubre su explotar atento, apasionado, de su universo interior. Hombre frugal, aun cuando se evada por intermitentes  explosiones dionisiacas, no envidia las riquezas que se acumulan en torno a él. Su pobreza, su ensimismamiento, le endurecen, le disciplinan. Su vida es combate y vencimiento. Tiene la tierra de su alma y espera en la confianza de que día llegará en que tenga la tierra de su trabajo. No se la quitarán! Para cuando llegue ese momento se ha puesto a madurar en su interior. Su resistencia tiene mucho de semejante a la ley de la inercia. La patria de cañas y barro, la patria material de costa brava y café maduro, la patria de los cerros con maíz blanco y mazorcas de maicillo, la va fertilizando con sudor y sangre, la ablanda en el duro combate con las materias volcánicas, y en un silencio que es biombo de su disconformismo tenaz, la forja en el infortunio, porque sabe que el infortunio a su vez, acabará convirtiéndose en la conquista de su fortuna.

El reflujo del salvadoreño es el del hombre invisible: el reflujo que va de fuera adentro. Por un admirable poder reaccional, cuando se le tiene por más acallado, cuando se le considera que permite, es cuando se reanima, cuando eruptivamente surge de los fondos más obscuros de la masa soñolienta que se va alterando día a día, en el fermentarlo de su disconformidad sometida a grandes presiones, en el respaldo nunca apagado, que en vez de morir se alimenta en la prohibición y la derrota. Si ahora vive sus tiempos de pobreza, mientras de él se nutre el enriquecimiento de una treintena de familias, que entre sí procuran darse el jaque de la política, es la emulación y la cólera lo que mantiene la energía moral del pueblo. Y ese pueblo, que suscribe un finalismo un tanto cándido, subraya la necesidad histórica de bastarse a sí mismo, de forjarse y pulirse la paciencia, incubando la pasión y madurando la desesperanza.  

El hombre salvadoreño ha sufrido tanto con los contactos foráneos, se encuentra tan empeñado en un combate con la naturaleza y tan obligado a irlo creando todo, que por instinto ha acabado convirtiéndose en un hombre de orden; de orden en la naturaleza, no de orden en el Estado, a cuyas actividades vuelve la espalda con un encogimiento de hombre desdeñoso. Siente que vive, de modo casi exclusivo, para el trabajo, y en el trabajo se aísla de manera patética. Sus vínculos, más que con las otras gentes, los tiene para con la tierra. Enraizado al paisaje, su emotividad reacciona seria y dramáticamente, porque el espectáculo de las cosas es igualmente serio y dramático. Así lo ven labrando las sacudidas volcánicas.

El salvadoreño va debatiéndose con su dintorno físico en una doble imagen: esa tierra de fondo pugnal y el fuego subterráneo se extiende limitada ante él, y su presencia  protagónica le impele hacia la voluntad de dominio o hacia el complejo de aniquilamiento en la dramática y constante proyección de su vida.

Miren, pues, como la  historia de este pueblo, en lucha con los volcanes, constituye la historia progresista de un debate en que el hombre, librado a las fuerzas de la naturaleza, va, poco a poco, labrando su conciencia y se vuelve a la tierra en un apuro raigal y se refugia en la soledad y el silencio, porque las palabras no le sirven de medida y va obteniendo una cierta índole plástica y fervorosa del ser, por cuyo medio, superando el complejo dramatismo de las partes de su contorno , se va elevando, jadeante, a una unidad obtenida por las pasiones del alma, el sentimiento de la sangre y la expresividad del conocimiento propio.